SANIDAD Y DERECHO: LOS ERRORES MEDICOS

Escasamente proféticas han resultado las palabras de Gregorio Marañon cuando, al prologar el primer libro en español sobre errores médicos manifestaba: “salvo algún caso excepcional, la exigencia de responsabilidades, criminales o civiles, a un médico por los perjuicios derivados de una asistencia incorrecta era, hasta no hace mucho, cosa de otros países menos románticos que el nuestro. Es España se aprieta mucho en el terreno de la responsabilidad moral, pero a nadie se le ocurre pedir cuentas al galeno porque su receta o su golpe de bisturí no hubieran estado inspirados en el acierto”. De aquel idílico pasaje hemos llegado a la áspera realidad actual. El número de querellas criminales y demandas civiles contra los facultativos sanitarios o Contencioso-Administrativas frente a las Administraciones Sanitarias, por presuntos errores médicos cometidos en su ejercicio profesional se ha incrementado en proporción geométrica durante los últimos años.
Aunque en nuestro país no exista todavía una clara conciencia de cuáles son los derechos y deberes de los pacientes, frente a una clase social, considerada hasta hace muy poco como intocable, en comparación con los EEUU y otros países europeos, resultan lejanos los tiempos de la practica irresponsabilidad del personal sanitario. Hoy como nunca, es preciso darse cuenta de las respectivas y peculiares responsabilidades, que ya no son solamente morales para otro mundo, sino sociales y legales y que serán cada vez más numerosas y acuciantes, en virtud del modo de actuar y de pensar de pacientes y galenos.
Si reflexionamos serenamente sobre tal incremento de la conflictividad nos daremos cuenta de que si los medios con los que cuenta la sanidad, tanto pública como privada, son cada vez mayores y de más calidad, si la preparación de los profesionales es cada vez más depurada, y la formación que reciben cada vez más perfecta y continuada, y todo esto, a su vez, coincide con un incremento en el número de las reclamaciones, dicho aumento no puede obedecer más que a la voluntad de los ciudadanos en plantear dichas reivindicaciones que, generalmente, terminan ante los tribunales de justicia a los que la Constitución encomienda la obligación de ejercer la potestad jurisdiccional. No se olvide que ya el artículo 10.12de la Ley General de Sanidad de 1986, entre los derechos de los ciudadanos en relación con las Administraciones Públicas Sanitarias, reconocía el derecho a “utilizar las vías de reclamación”.
Han sido múltiples y variadas las causas que han contribuido a la efectiva exigencia de responsabilidades en los sanitarios y a la defensa de los derechos de los enfermos. Podemos citar: la masificación en el ejercicio profesional , el aumento progresivo del campo y de las técnicas operatorias, el mayor conocimiento de estos temas en el entorno cultural, la mejora del nivel de vida e instrucción, el ejemplo y mimetismo de otros países y el constante reflejo en los medios de comunicación social de los errores de los médicos.
El conflicto arranca, pues, de la colisión de dos intereses igualmente legítimos: el derecho de la ciudadanía –cada día mejor informada y más reivindicativa- a obtener un tratamiento médico correcto y el derecho de los médicos a practicar su profesión sin más trabas ni cortapisas que las estrictamente necesarias. Hay que tener presentes tres principios básicos. En primer lugar, la medicina se practica por hombres y mujeres y es, por lo tanto, falible. La observación del fenómeno del incremento de la litigiosidad por errores médicos en USA tiene un extraordinario interés que merece la pena comentar. Si ya se puede considerar extremadamente elevado el número de reclamaciones, se ha acreditado científicamente que el número de éstas representa solo una pequeña proporción en relación con la cantidad de errores médicos realmente sufridos por los pacientes tratados. Las conclusiones más relevantes del “Medical Practice Study” publicado en 1991 por el New England Journal of Medicine por el equipo del profesor Lucian Leape, conducen a estimar en 1 millón de pacientes al año los que sufren lesiones o secuelas relacionados con errores médicos durante su estancia hospitalaria, de los cuales 120.000 se traducen en fallecimientos. Estas 120.000 muertes equivaldrían a la ocurrencia de un accidente aéreo al día y al triple de los fallecimientos originados en accidentes de tráfico. El coste anual de tales errores se ha calculado en un billón de euros. Los datos del estudio condujeron a sus autores a elaborar una “teoría del error” muy sugestiva. De acuerdo con ella, los errores no evidencian mayoritariamente deficiencias de las personas sino de los sistemas y de los métodos de trabajo. Constituyen fallos en el diseño de los procedimientos, reparto de tareas y condiciones de trabajo del mundo sanitario. Por otra parte, los profesionales sanitarios no han sido entrenados para afrontar la existencia de sus errores y no existen sistemas generalizados de detección y corrección de los mismos ni diseños de mecanismos de seguridad. Pero, es más, los profesionales sanitarios son, por educación y presión social, muy reticentes a la hora de reconocer errores que pudieran ser desaprobados o sancionados por sus propios colegas o generadores de desproporcionados sentimientos de culpabilidad. Está plenamente probado que la incidencia de tan funestos errores pude ser reducida a mas da la mitad con una adecuada política de “gestión de riesgos”.
En segundo lugar, de cualquier procedimiento médico o quirúrgico, incluso el más nimio, pueden derivarse efectos indeseables o nocivos. Por último, la respuesta a los procedimientos médicos presenta un carácter marcadamente individual. Es menester deslindar con precisión aquellos efectos perjudiciales derivados de un acto médico que han de calificarse de fortuitos –y en consecuencia no punibles- de aquellos otros que siendo previsibles y evitables producen lesiones mediando una clara relación de causalidad: son estos últimos los errores médicos punibles. Es pues necesario definir en primer lugar que son los errores médicos; en segundo delimitar quién y cómo ha de determinar la existencia del error. Por último, determinar cómo se ha de reparar el daño ocasionado y cómo indemnizar los perjuicios originados por la probada negligencia, imprudencia o impericia médica.
Respecto al primer punto la jurisprudencia del Tribunal Supremo es extensa y unívoca. Considera el Alto Tribunal que la actuación de los médicos debe regirse por la denominada “Lex Artis Ad Hoc”, es decir, en consideración al caso concreto en que se produce la actuación e intervención médica. La doctrina entiende por “Lex Artis Ad Hoc” el criterio valorativo de la corrección del concreto acto médico efectuado por el profesional de la medicina, que tiene en cuenta las especiales características de su autor, de la profesión, de la complejidad y trascendencia vital del paciente y, en su caso, de la influencia de otros factores endógenos, para calificar dicho acto, conforme o no a la técnica normal requerida.
Corresponde a los órganos judiciales determinar la existencia del error médico y sus consecuencias. Los conocimientos de medicina por parte de los jueces son obviamente limitados, por lo que estos habrán de basar sus decisiones en la prueba pericial, necesariamente prestada por médicos, funcionarios públicos o no. La actuación de los médicos forenses, con sus inevitables limitaciones, nos parece encomiable. La peritación por médicos no funcionarios llevados al proceso a instancia de parte se rige, en general, por pautas de imparcialidad y búsqueda de la verdad. Con alguna frecuencia se observan, no obstante, comportamientos poco edificantes, teñidos de parcialidad y corporativismo que menoscaban gravemente la credibilidad del colectivo médico en su conjunto. Sería deseable que los Colegios Médicos –corporaciones de Derecho Público- elaborasen unos listados de especialistas aptos para la práctica de las diversas pruebas periciales y, simultáneamente, fiscalizasen la honorabilidad en el desempeño de estas tareas. Aunque los jueces, por ley, han de sentenciar en conciencia, valorando todas las pruebas, es evidente que una protocolarización detallada de los diversos procedimientos médico-quirúrgicos considerados correctos facilitaría su labor juzgadora, al menos, a título orientativo.
Los daños originados como consecuencia de las negligencias médicas han de ser reparados y los perjuicios indemnizados. La cuantía de las indemnizaciones que fijan los tribunales se han disparado. Los médicos han de afrontar un incremento similar de las primas de sus seguros de cobertura de la responsabilidad civil. La cicatería de las Administraciones Públicas para negociar la responsabilidad civil de sus trabajadores sanitarios es proverbial. Craso error. El descrédito del médico condenado transciende a la institución a la que sirve, garante, solidaria o subsidiaria, de la correspondiente reparación económica.
Los esporádicos casos flagrantes de negligencias profesionales se sustancian a través de la jurisdicción penal. La mayoría de los restantes casos, a mi juicio, no deberían llegar a ser dilucidados ante los tribunales ordinarios de justicia. La Ley de Arbitraje concede un amplio margen a las partes para que puedan ver atendidas sus legítimas pretensiones por vía extrajudicial, con carácter vinculante. Sería conveniente que los colegios de médicos adquiriesen un mayor protagonismo en fomentar, auspiciar y dar cobijo a estas fórmulas de arbitraje más rápidas, baratas y eficaces que la jurisdicción ordinaria.
A pesar de argumentos en contra, es notorio que la cultura del diálogo y la tolerancia, que desde siempre han regulado las relaciones médico-paciente, lamentablemente está siendo sustituida –quizá sin retorno- por la cultura de la reclamación. Mientras estas condiciones no se modifiquen es previsible que el número y cuantía de las reclamaciones siga incrementándose como sucede en otros países de nuestro entorno. Conviene recordar que la medicina es como profesión excelsa, pero como ciencia, humildísima. La frivolidad al divulgar ciertos avances médico-quirúrgicos, notables, pero siempre insuficientes, induce en la sociedad la percepción de que todas las patologías son fácilmente curables. En esta falsa creencia, la frustración que acompaña la constatación de la cruda realidad es fuente de innumerables reclamaciones judiciales. Una fuerte dosis de rigor, seriedad y prudencia es exigible a quienes hayan de divulgar estas informaciones. El colectivo médico ha de extremar todas las cautelas para dispensar una asistencia correcta al paciente sin caer en los excesos de la llamada “medicina defensiva”, deontológicamente criticable y penalmente peligrosa. Constituye una ineludible responsabilidad de las Administraciones sanitarias idear planes imaginativos de protección patrimonial del personal sanitario a su cargo para paliar estos arduos problemas analizados, antes de que, política y económicamente, adquieran proporciones desorbitadas.